jueves, 18 de marzo de 2010

EL DÍA QUE SE APAGÓ EL SOL. Por Oleguer Solsona.

Un hombre es el único en enterarse que ya no brilla el sol.

Quien iba a decir a Jesús Pastor que sería el único en enterarse de que el sol ya no brillaba. Ahora solo ve las estrellas…

Concretamente, las que se toma noche tras noche en el bar del Lolo, sentado en una mesa del rincón esperando encontrar el ánimo para recuperar 13 años de su vida, que ha perdido al lado de una mujer que ha sido capaz de engañarlo con el primer musculitos que se ha encontrado. Algo falla, piensa Jesús, cuando hombres como él acaban así con el amor de su vida...

Todo empezó el día en que adelantó su viaje de vacaciones hacia Palamós, donde con su mujer, se había comprado un apartamento monísimo. Condujo por las sinuosas carreteras de la Costa Brava, observando el horizonte y el mar azul claro, en el que casi se podía ver los peces revoleteando alrededor de las coquetas barcas de pescadores. Con la ventanilla medio abierta, Jesús gozaba de cada bocanada de aire marino que le refrescaba la garganta, le acariciaba la media melena y le hacía dulces cosquillas en su perilla bien arreglada. Esperaba sorprender a Paula con un efusivo “¡He llegado cariño!”, dándole el ramo de rosas que compró esa tarde, para seguir con besos frenéticos y amor de inicios de julio.

Abrió con sumo cuidado la puertecita de madera que preludiaba el jardín de hierba brillante, enfrente la puerta blanca de su apartamento. Giró la llave de entrada y observó que estaba mal colocado el felpudo donde se quitaba la arena de las sandalias los días de verano. La tele estaba encendida tras la mesilla de cristal, donde había dos copas de cóctel medio vacías. Con paso lento, tranquilo y firme, como se sentía él con Paula, subió las escaleras de madera; allí, vio unos pantalones de hombre muy cerca de un vestido blanco muy corto de su mujer, arrugado sobre la alfombra del piso superior. La puerta del dormitorio entreabierta, e iluminada por la luz de atardecer que entraba por el ventanal, su mujer de espaldas montada sobre un socorrista argentino con pectorales SlenderShaper.

Jesús carraspeó bajo el umbral de la puerta. Ejem…

Segundo intento, su mujer emitiendo gritos de placer. Un segundo ejem, algo más profundo. Ni caso… Paula sin enterarse y el argentino, que ya lo vio en ese momento, saludándole con la mano.

“Cariño… esto…” Jesús habló por fin, preguntándose por que narices le estaba diciendo cariño…

“Vaya” contestó Paula “que sorpresa, amor” sin dejar de mover su cintura a ritmo “oye, te importa que hablemos en 15 minutos, ¿sí?” Jesús no supo que decir. Se giró y volvió sobre sus pasos. Su mujer ni lo vio, maullando como estaba en ese momento.

Se montó en el coche enseguida y voló a Barcelona. Allí, en la autopista, parecía ser el único en enterarse que todo el mundo acostumbra a conducir, ya sea a 80 o a 130, por el carril del medio. Algunos nubarrones se cruzaron en su camino, volviéndose de un tono gris más oscuro a cada kilómetro que conducía. Justo pasar al lado de la cementera, viendo un último rayo de sol que le iluminó el rostro, empezó a sentirse furioso y desencajado. El rayo pasó a través de las nubes que empezaban a llorar lluvia.

Aquella misma tarde, habló con un amigo que alquilaba un piso. Puso toda su ropa y sus libros en bolsas de basura que cargó en su apuñalada espalda, y tiró el móvil y las llaves a una papelera, justo delante de los nuevos contenedores, viendo como un señor echaba una bolsa de periódicos viejos en la de vidrio. Tras superar, de camino, varias abuelas de las que no saben andar con el paraguas sin amenazar el ojo ajeno, se instaló. Con las persianas completamente bajadas, sin dejar resquicio para un poco de luz.

Esta mañana ha regresado en el primer metro del día. Ha preguntado a un treintañero con gafas de sol dentro del vagón si tenía un número de la ONCE y casi se pelea cuando un señor no le deja salir al andén. Tras dormir hasta las 8 de la tarde, escribe con tinta azul frases repletas de insultos, vejaciones y posibles venganzas hacía la innombrable; sale decidido a gastarse en alcohol hasta el último euro que le queda ahorrado. Sale de casa vistiendo su mejor traje y comprueba, hastiado, como desde que ha vuelto a fumar no paran de pedirle cigarrillos. Cabreado, discute con un turista que le pregunta algo incoherente en inglés. Ya en el bar, encadena birra tras birra, sazonando su garganta también con chupitos de tequila y un par de porros que le han ofrecido sus compañeros de noche. Desde la mesa observa sorprendido y sin entender nada de la moda actual, como dos jóvenes que visten unos pantalones que dejan ver los calzoncillos, de tono sospechosamente marrón en opinión de Jesús. Deambula por las calles cercanas al bar. En una esquina, una chica con minifalda y escote. Habla con ella, le parece que esta flirteando con él y se siente halagado. La coge de la mano y la intenta besar. Ella rehuye y le dice “son 60 euros”, “60 euros ¿el qué?” responde Jesús con un tono de voz demasiado alto. 3 hombres aparecen en el lugar de la escena y le preguntan si tiene algún problema. Observan el reloj dorado en su muñeca y sus ojos desencajados cuando recibe un puñetazo en el vientre. Se adivina una mueca de dolor bajo su barba tupida. Salen corriendo por los oscuros callejones... Con un intenso dolor de cabeza, oye entre zumbidos a Lolo preguntarle si se encuentra bien...

Abre los ojos. Lo primero que ve, con el ojo que no tiene dañado, es la mirada verde de una preciosa enfermera de pelo castaño ondulado, que le sonríe cuando le sirve la comida en una funcional bandeja. Qué ojos, piensa Jesús, transportándose con ella a una suave pradera donde los pájaros proclaman melodías suaves y dulces. Con su enfermera, tomando un picnic sabroso que ha preparado con sumo cariño. La visión de las mejillas rosadas hace que a Jesús ni le moleste el vendaje en su cabeza magullada ni le duela estar estirado en una cama de hospital. Cuando ella se va, Jesús disfruta al saludar las visitas del enfermo de corazón que tiene al lado. Piensa en su enfermera, cuando se percata que, de nuevo, a través de la ventana, el Sol de mediodía ha vuelto a brillar. Con la cuchara de plástico toma un gran tazón de la crema de verduras. “Deliciosa” murmura Jesús.

Safe Creative #1003255837727

sábado, 13 de marzo de 2010

SOL APAGAT. Per Roger Danès.

La llum no es va apagar de cop. Va ser qüestió d'anys que s'anés difuminant tot. Cada dia els núvols tapaven més el sol, cada dia les bombetes anaven perdent la seva intensitat. Ningú s'ho podia explicar, però tan si era natural com artificial, la llum abandonava el planeta

L'Anselm formava part de l'equip de científics encarregats de trobar una explicació, i, a poder ser, una solució al problema. Es preguntaven dia si i dia també coses tan útils com: perquè les plantes continuaven brotant? Com podia desapareixer la llum de les bombetes haven-t'hi electricitat? També feien especulacions com: Ens estarem quedant tots cecs al mateix moment? La foscor que s'aproximava era algún tipus d'anti-matéria?

El que estava clar era que la gent començà a odiar la foscor. En aquells últims dies grisos, fins i tot els heavys es vestiren amb colors ben llampants. Ningú es volia perdre les últimes alenades de llum: els colors dels boscos, els de la ciutat, fins i tot el de les estrelles de la nit, que anaven desapareixent una a una.

Fins que va arribar el dia.

Tot i els esforços dels científics per intentar evitar l'inevitable, la humanitat va haver d'admetre que havia perdut la batalla. La llum havia desaparegut.

La Gladys es va aixecar enmig de la foscor més absoluta, els seus ulls eren inútils, submergits en tinta xina. Per sempre. Feu un petó a l'Anselm i la seva desesperació científica. Alló no tenia sentit, es deia un i altre cop. La Gladys, per un moment, s'alegrà de no veure'l. Es vestí com pogué i sortí al carrer. Al seu voltant la gent intentava fer vida normal. Però era difícil. Agafà el cotxe fins a la feina era un exercici de memoria i miraculosament arribà més o menys intacta. El cotxe no. Durant tot el trajecte anà escoltant les trompades dels altres, es podia imaginar els accidents d'aquella humanitat cega. "Ojos que no ven... tortazo que te pegas". La Gladys es preocupà. Segur que arribava tard. Després deixà de preocupar-se... com sabria la seva jefa la hora que era? Com sabria ni tan sols que estava a la feina? A dins de l'oficina, alguns col·legues feien veure que treballaven. En no haver-hi llum de cap mena no es podia llegir, ni tan sols contestar els mails, ni distreure's amb internet. Que es podia fer? Notava als seus companys alterats pel canvi de rutina. Els dies anteriors tothom forçava la vista per aconseguir treballar fins a últim moment, no fos que els hi descomptessin del sou. Però ara allò no era possible. Els companys i companyes brunzien alterats d'un cantó a l'altre. Trepitjades, caigudes per les escales i, de tant en tant, alguna palmada al cul. Qui havia sigut? Impossible saber-ho.

A poc a poc la gent anà canviant les seves rutines. La major part es perdia tan sols sortir al carrer. Tothom es cridava. La Gladys escoltà mil noms diferents aquells dies. Tothom preguntant per parella, germà, familiars i amics perdut. A ella no li preocupava gaire aquell caos. Ella sempre havia tingut memòria, una mèmoria més enllà de la visual, i cada dia dormia al seu llit ben tranquil·la. L'Anselm, però, un bon dia va marxar al laboratori i no va tornar. Es devia haver perdut. Millor.

La frase "Ojos que no ven, corazón que no siente" es convertí lentament en una màxima d'aquella nova època. La gent començà a practicar la infidelitat com a esport nacional, fins que la fidelitat deixà de tenir sentit. Espasmes de plaer sota l'espessa manta de la nit. La Gladys també caigué, naturalment. Què carai importava? Un dia, preparada per robar en el supermercat sense ser vista, notà un tacte estrany al apropar-se al calaix de les verdures fresques. Alló no era una col, allò era el tors d'un home nu. La Gladys es ruboritzà primer, però en adonar-se que ningú observaria aquell gest sutil, deixà de fer-ho. Acaricia amb més ganes aquell home desconegut i es deslligà ràpidament de la roba. A partir d'aquell dia no la tornà a fer servir. Juntament amb la vista, la vergonya havia desaparegut del món. A poc a poc la Gladys deixà de preocupar-se per cossos esculturals o per cares agradables. La dictadura de la imatge moria mentre la gent es començava a enamorar de les olors i el tacte dels cossos aliens. En la confusió desaparegueren també les tendències sexuals. Tot acabava sent el mateix. Tot era plaer. La Gladys es va deixar emportar.

Fins que un dia (o millor, una nit) normal, de sobte, la llum tornà. La Gladys parpallejà al mateix temps que ho feia el món sencer. Un munt d'amants desconeguts es veieren i es penediren del que havien fet, la fidelitat, la vergonya i la lletjor havien tornat. La Gladys s'apartà ràpidament de les carícies d'un jove miop. En la televisió, l'Anselm i quatre científics amb bata blanca més es presentaren davant la població de la terra. Havien descobert la solució a tots els seus problemes després de milers de càlculs de probabilitats a cegues s'havien adonat que la resposta a la pèrdua de llum estava, per improbable que sembli, en la làmpada d'una tauleta de nit en un barri pobre de Zimbabwe. Una làmpada amb dosificador de llum. Una làmpada que es podia manipular tranquil·lament a voluntat. Pertanyia a Marcelus, l'amant duna negra preciosa anomenada Misa, que en veure les possibilitats pràcticament màgiques (però en el fons plenament científiques, tot i que aquí no hi hagi temps ni espai per explicacions d'aquesta classe) de poder fer l'amor amb ella sense que la seva parella se n'adones havia decidit apagar progressivament la llum de la terra. El món sencer, durant les explicacions no es podia creure el que veia. Ni tan sols es pogué creure que hi veia. La tensió es podia resseguir tibant aquell moment.

Un petit esclat de ràbia va provocar l'explosió del polvorí. Per primer cop a la terra, la majoria de la població va estar d'acord en una cosa i un cop descoberta la causa de la foscor, una manada humana es va llençar sobre els científics mentre una altra onada humana es llençava sobre Zimbabwe, la casa del Marcelus i concretament contra la seva làmpada màgica (tot i que profundament científica).

Després de cinc minuts de llum, la foscor tornà a regnar a la terra.

La Gladys i la resta sospiraren alleugerits.

viernes, 12 de marzo de 2010

EL DÍA QUE SE APAGÓ EL SOL. Por David Navarro.

Staring at the sun

I'm not the only one
Staring at the sun
Afraid of what you'll find
If you took a look inside
I'm not just deaf and dumb
Staring at the sun
Not the only one
Who's happy to go blind

(Extracto del tema “Staring at the Sun” compuesto por David Evans, Adam Clayton, Larry Mullen y Paul Hewson: U-2)


Fueron tres fogonazos seguidos en menos de un segundo. Luego, se hizo la oscuridad. Desde el momento en el que Nuria ahogó un grito emitiendo un sonido aún más espeluznante; desde que me apretó la mano con fuerza; desde el instante en el que cerró los ojos y los abrió con mucha rapidez como si quisiera verificar que era cierto, que se había quedado ciega... desde entonces supe que no volveríamos a ver nunca más el sol.

Cierto es que tendríamos que habernos conformado con la imitación perfecta del astro que asomaba en el horizonte plano, sobre la montaña falsa y el mar electrónico. También sabíamos que no deberíamos haber traspasado los límites de la ciudad bajo la cúpula que un día idearon los humanos para preservar la especie.

Sin embargo, la seguí, porque sabía que si la retenía, la perdería para siempre. La panorámica desde la terraza parecía haber calmado las ganas de escapar de esta realidad forzada. Unos cuantos edificios tras el parque inmenso, y por detrás la montaña y el mar. El sol estaba fijo en el centro de la cúpula. Todos habíamos oído hablar de que los antiguos veían como el verdadero sol despertaba tímidamente por el este y se iba hundiendo en la tierra lejana por el oeste. Sin embargo, debieron pensar que era más práctico colocarlo en el centro e irle restando intensidad a lo largo del día, siempre de 18 horas.

Nos habían alertado desde pequeños del peligro de salir fuera, pero ¿cómo no tomarse esta alerta como un reclamo? A decir verdad, los dos necesitábamos huir del día a día, aunque fuera un par de horas. Desde hacía meses todo iba demasiado bien, hasta que una tarde, después de condenar a mi primer cliente a muerte, encontré a Nuria llorando. Le pregunté qué le ocurría, pero no me quiso responder. Tuve que insistir mucho hasta que un domingo, planificado para ella, me confesó, en mitad de una función de ballet, que se sentía hueca por dentro.

A partir de aquel momento, todos mis intentos de animarla fueron en vano. Jamás se mostró desagradable conmigo, pero cada vez que la escuchaba sollozar desde mi despacho, me iba desgarrando por dentro.

Antes de salir, le pedí a Nuria que se protegiera bien con las lentes del 12 y me prometió que así lo haría. Ni se me pasó por la cabeza que ella pudiera arrancarse las gafas y mirar directamente al sol.

Pude haberlo intuido la noche anterior. De nuevo, el insomnio. A las tres de la mañana, Nuria encendió la luz y se incorporó en la cama hasta apoyar su espalda contra la almohada y me preguntó, como siempre que quería hablar, si estaba dormido.

Le respondí que no. Le podría haber dicho cualquier cosa, y ella empezó a hablar de la belleza que contendría ese cielo enfermo que nos habían prohibido durante toda nuestra vida.
Yo me dormí y soñé que íbamos los dos de la mano al desierto, que caminábamos ajenos a la prohibición y que en el firmamento estallaban decenas de astros justo en el momento en el que nos alejábamos y conseguíamos vislumbrar el mar.

No le comenté nada sobre el sueño cuando me desperté y comprobé que ella ya andaba trajinando por la casa. Tampoco miré el reloj y pensé que era hora de prepararse para recibir a los delincuentes. Me duché en seco, porque no me sentía con fuerzas de pasar por debajo del chorro helado, y me vestí enseguida. Al pasar por la cocina para darle un bocado a una barra de energía, la vi a ella con la luz artificial de la gran cúpula al fondo. Estaba a punto de amanecer.

—Es el momento, ahora bajan la guardia.
—Pero... —mascullé sin acertar a protestar siquiera.
—Sí, me haces muy feliz —y se lo vi en los ojos cuando me besó en los labios con ese perfume frutal que ya casi había olvidado.

Emocionado por su repentino cambio de ánimo, la seguí y resultó que tenía la huida mejor planificada de lo que habría imaginado. No tuvimos el menor problema para colarnos por entre las vías del trolebús.

La vegetación húmeda se fue apagando de forma muy rápida hasta que el aire cambió de textura. Era como respirar junto a la chimenea eléctrica. Sin embargo, la sensación me gustaba. Si no fuera por la quemazón en la cabeza e incluso los dedos de las manos, no me habría dado cuenta de que aquel paseo podría terminar con nuestras vidas tal y como las habíamos conocido.

Estaba tan absorto en imaginarme cómo sería aquel yermo sin el verde oscuro de las gafas que no me di cuenta del momento en el que ella se retiró la protección y miró el sol directamente. Debieron de ser, en cualquier caso, muy pocos segundos. Fue un milagro que no se desmayara por el dolor. En cuanto apretó la mano con fuerza, la miré y la sorprendí colocándose de nuevo las gafas con los ojos cerrados.
—¿Qué ha pasado? ¿Cómo te encuentras?
—Mejor que nunca, amor.

Por esta respuesta y por su sonrisa nítida me quité las gafas. Aproveché la dificultad para caminar por la arena, para detenerme en seco, hundiendo los pies cuanto pude. Sentí cierto alivio al hurgar en las capas más frías de la extensa duna. Entonces, alcé la vista. No era lo que me esperaba: una masa negra sanguinolenta. Luego, perdí la visión. Miles de agujas se clavaron en mi retina. Sin embargo, me aguanté el grito y no quise estropear el único momento en mucho tiempo en el que Nuria parecía feliz. Me puse las gafas de nuevo y continuamos sin rumbo.

Seguimos caminando todo el día hasta que el sonido de las olas del mar nos trajo una brisa fresca que nos hizo detenernos. Nos despojamos de las gafas. El sol negro se hundía en alta mar. Ella estaba sonriendo, seguro, y aunque no pudiera verlo, era todo lo que deseaba antes del inicio de aquel extraño viaje.

EL DÍA QUE SE APAGÓ EL SOL. Por Pily Romano.

El dolor de Aiko y Sora.
Existe una triste historia que habla de dos amantes que se reencontraron en Shibo, la misma tarde en que el sol se apagó .Una terrible tormenta se desató y un rayo fatídico, fulminó su Minka . Esta, desapareció dejando en su lugar un jardín de crisantemos rojos, que según cuentan, era el símbolo de su amor.
Dice, la leyenda, que el padre de ella, sintiéndose dolido y traicionado, los maldijo invocando a Amaterasu, Tsuki y Susano, con su ira.
Aiko era una joven casadera muy hermosa. Cualquiera que la mirara sufría un amor incondicional hacia ella. Sin embargo, su padre, un campesino ambicioso y de avaro corazón, le había concertado matrimonio con un viejo rico, para poder saldar una antigua deuda y ganarse una buena posición social.
Desesperada, suplicaba a su padre que la dejara encontrar el amor en libertad, decía que una flor no podía ser feliz en cualquier jardín. Si la obligaba, se marchitaría como lo hace una rosa cuando no siente los rayos del sol.
Sus ruegos no hicieron mella en el duro corazón de su padre y la fecha del acontecimiento se fijó para cuando los cerezos estuviesen en flor.
Sumida en una enorme tristeza, cada mañana se adentraba en la profundidad del bosque hasta llegar al rio Seikatsu. Allí, calmaba su agonía contemplando el correr del agua.
- ¡Desearía ser agua, para poder encontrar a mí destino en libertad!-, decía para sí.
Una mañana, mientras, sentada en la orilla limpiaba sus pequeños pies, apareció entre los árboles, Sora, un joven campesino muy agraciado, con corazón de poeta, que melancólico paseaba por el bosque.
Al ver la belleza de Aiko, Sora, quedó sin habla. Los largos cabellos negros que ondeaban al viento dejando al descubierto su hermoso cuello femenino, le habían dejado sin aire.
Alarmada, levantó sus profundos ojos negros, clavándolos en Sora. Quedo abatido como si una flecha le hubiera atravesado el corazón. Ella azorada por la intrusión, ruborizada por aquellos ojos azules, huyó desapareciendo en la espesura del bosque.
Los días pasaban y Sora no podía apartarla de su mente, se sentía enfermo, desganado y entristecido. Tales eran los efectos del amor. Todas las mañanas se acercaba al rio con la esperanza de reencontrarla y caía en desesperación, al regresar a casa con el corazón vacio.
Por otro lado, Aiko sentía el alma dispersa. En su mente sólo había lugar para sus ojos. Eran el rio mostrándole el camino y se ahogaba en ellos, cada vez, que a escondidas, veía como la buscaban a orillas del Seikatsu.
Taciturno, sin esperanza, regresó por última vez. Permaneció unos instantes ante el rio. Con solemnidad, recogió un crisantemo rojo, lo lanzó al agua y contempló su peregrinaje hasta que le alcanzó la vista. En ese instante apareció Aiko de entre los árboles. A Sora le pareció un sueño. Ella, dulcemente, recogió otro crisantemo y lo lanzó al caudal.
Con urgencia, Sora, cruzó a aquel que los distanciaba y con manos temblorosas, acarició su cara de porcelana. Juntos pararon el tiempo al fundirse en un confidente y cálido beso, ingenuos, de su funesto destino.
Todos los días se reunían en su secreto rincón para aliviar su embriagado amor y para cuando los cerezos estuvieron en Flor, Aiko estaba en cinta. Fue entonces cuando planearon su huida.
El anciano padre, había notado un cambio en su hija. La veía más feliz a pesar del destino que la aguardaba, irradiaba luz y había aumentado su apetito. El viejo desconfiado, la siguió esa fría mañana hasta el rio y pudo ver con sus propios ojos cual era la razón de aquel cambio. Oculto entre los árboles, pudo escuchar el inmediato plan de los dos amantes.
Al atardecer, cuando regresó de su paseo la recibió a golpes y desterrándola de su hogar le dijo:
“Yo te maldigo a ti, a tu amante y al niño que llevas dentro. Pido al cielo que jamás os volváis a encontrar pero, si así sucediera, que se apague el sol para vosotros, que una fuerte tormenta caiga desde el cielo la tarde en que os reencontréis, que sea el fulminado por un rayo y tu le veas morir. Sólo así sentirás el dolor de perder aquello que más anhelas.”
Magullada y despechada, Aiko, se arrastró por el bosque hasta llegar al rio y pasó allí la noche con la esperanza de que Sora mantuviera su promesa. Sin embargo, no apareció ni al día siguiente, ni al otro. Cuatro semanas esperó a su amado y cuando no pudo más, medio muerta de hambre y de amor, embarazada de cinco meses, se alejó del rio en busca de algún lejano lugar donde vivir y dar a luz.
En las penurias del camino fue dejando caer crisantemos rojos con la ferviente convicción que Sora, los seguiría y los encontraría.
Capturado por el padre encolerizado y el prometido deshonrado, Sora no pudo cumplir su palabra. Lo encerraron y maltrataron durante un mes, hasta que, antes que se le escapara la vida lo devolvieron a su casa. Poco a poco recuperó fuerzas y pudo ir buscarla, pero para entonces, ya era demasiado tarde.
Sus lágrimas nacían calientes por la ira mientras atravesaba el torrente y se sentaba, impotente, en la orilla. Entristecido, advirtió que a sus pies nacía aquella flor que evocaba su amor y recordó con abrasadora pena el día en que ella le concedió su amor. La había perdido para siempre. - ¡Aiko!- gritó al viento y este, respondió arremolinándose a su alrededor envolviéndolo en un aroma familiar. Pronto, sus ojos se llenaron de esperanza, al revelársele un camino interminable de crisantemos. Tres meses anduvo siguiendo el rastro del brote hasta llegar a la aldea de Shibo.
A su joven y cansado corazón, apenas le quedaban fuerzas para seguir, cuando allí perdió el rastro. Interrogó a los aldeanos por su joven amada, pero estos no sabían nada. Al atardecer, partía de nuevo, cuando a la derecha del camino le llamó la atención un sendero. Cuanto jubiló había en sus abandonados ojos al descubrir, a su final, una Minka adornada por la flor perdida en el camino.
Lentamente, temeroso de no encontrar lo que tanto anhelaba, entró en la cabaña.
Ahí estaba Aiko, tirada en su futón. En sus mejillas había lágrimas secas y su cuerpo se estremecía de dolor. Sora, la albergó, apresuradamente entre sus brazos y la besó con ternura.
-¡Eres tu¡-dijo Aiko, con voz débil - nos has encontrado-.
Con esfuerzo, contó la disputa con su padre, la espera en el Seikatsu y su marcha hasta llegar a Shibo. Los aldeanos la ayudaron y cuidaron. Estaba demasiado avanzada en su embarazo para continuar. Por su seguridad, les suplicó que no hablaran de ella a nadie para poder tener a su hijo en paz.
Sora, se culpaba gratuitamente de su desafortunado destino, prometiéndole que jamás volverían a separarse.
La tarde en que se reencontraron el sol se apagó cuando Aiko rompió aguas y una terrible tormenta se desató en Shibo. Un viento huracanado arrancaba los árboles de la tierra y azotaba incansable los hogares de aquel pueblo de campesinos.
El tejado de paja, de los dos amantes se hizo jirones. La lluvia torrencial se colaba por las brechas, mientras, Aiko, emitía gritos de dolor, alumbrando entre el viento y el aguacero. A su lado, Sora cogía con fuerza la mano de su amada, mientras lanzaba miradas de desesperación al exterior. El temporal cada vez era más fiero, la Minka no podría aguantar. Debía alejarla de allí y acomodarla en algún lugar seguro.
Quiso el destino que la desgracia llamara a su puerta, antes de que él pudiera ponerla a salvo. Un rayo penetró por el tejado atravesando el pecho de Sora. Su cuerpo cayó sin vida en el momento en que su hijo arrancaba el primer llanto. Durante minutos inagotables de desesperación, Aiko, observó aquellos ojos azules sin vida que le había robado el alma hasta que un grito desgarrado surgió de sus entrañas.
Como es sabido, tras la tormenta llega la calma. Levantándose con mucho esfuerzo, recogió a su hijo estrechándole entre sus brazos. Lo envolvió en un precioso manto blanco, lo metió en un cesto y lo dejó a la intemperie, bajo la copa de un árbol.
Regresó a la Minka con la mirada vagueando entre tinieblas.
Se tumbó junto al frio cuerpo de Sora, lo besó en los labios y entre lloros un cántico fantasmal nació de su corazón:
Amor de mi vida señor de mi corazón
Este es el día en que se apagó el sol para nosotros,
Ya casi no puedo sentir los latidos de mi corazón.
Con intención los detengo, para que en nuestro reencuentro,
Cabalguen fuertes como caballos
Al dejarlos correr en libertad para ir hacia ti.
Anídalos en tu corazón con compasión
Y siente tu propia culpa por haberlos dejado sin destino.

Y así, se quitó la vida atravesándose el vientre con un afilado cuchillo.
La sangre salía de su cuerpo, mezclándose con el agua de la lluvia. Juntas corrían abriéndose paso por la estancia, hasta encontrar el exterior.
Como el Seikatsu, Aiko, por fin corría en libertad para poder encontrar a su destino.

Al día siguiente el llanto de un recién nacido llamó la atención de una anciana aldeana. Encontró al bebe a escasos metros de la casa. Supo que era el hijo de Aiko, por el precioso bordado rojo del manto. Cuando fue a devolverlo a su hogar, observó aterrorizada, que no quedaba nada, tan solo, un jardín de crisantemos rojos.

Safe Creative #1002165533378

EL DÍA QUE SE APAGÓ EL SOL. Por Jordi Piulachs.

Capítulo 1: El último mensaje.
–Ya han sido varios los gobiernos de diferentes países los que han confirmado la terrible noticia –dijo, sin perder la calma, la voz del televisor–, mañana el sol se apagará, provocando una devastadora ola de frío que aniquilará a todo ser vivo sobre la faz de la tierra.
El presentador tragó saliva, se secó la frente y se rascó el escroto. Después de la breve pausa, continuó diciendo:
–Siendo ésta la última vez que podré hablar en público, quisiera mandar un último mensaje a todos los que están mirando las noticias en este momento. Queridas espectadoras… Queridos espectadores… Que os den por el culo.
Dicho esto, se levantó de la silla, se bajó los pantalones y les dedicó un calvo a los televidentes.

Capítulo 2: La confesión.
–Cari…, te… te tengo que confesar algo… –dijo Andrés con voz temblorosa.
–¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Estás bien? –preguntó María asustada.
–Bueno… sí… bueno, no. O sea que sí que estoy bien… físicamente, pero… que no me siento bien por dentro… no sé si me explico.
–Joder, suerte que no te ganas la vida hablando en público. ¿Me puedes decir qué te pasa?
–Que tengo remordimientos, cari. Que he hecho cosas muy feas. Y si mañana se acaba el mundo, no me quiero morir con este malestar.
Andrés se quedó unos segundos en silencio, como quien hace un breve examen de conciencia antes de confesar todos sus pecados ante un sacerdote.
–¿Tú te acuerdas de Totó, el gato? –preguntó rompiendo el silencio–. Pues no se cayó por la ventana por accidente… Digamos que… lo ayudé un poco a caerse.
–¿Tiraste al gato por la ventana? –se sorprendió María.
–Sí, lo sé, estuve mal. Pero es que eso no es todo –respiró profundamente y continuó diciendo–: ¿Te acuerdas del infarto que le dio a tu madre?
–Mi madre está en coma desde el infarto, Andrés –dijo muy seria –. Como hayas tenido algo que ver te mato.
–Te mato, te mato… Si mañana nos vamos a morir todos, mujer.
Se rascó la barbilla, nervioso y retomó la palabra.
–Ya sabes que me gusta mucho gastar bromas… y era San Juan… así que encendí un petardo… uno pequeñito… y para asustarla un poco se lo tiré a los pies sin que se diera cuenta.
–Pero si sabías que estaba mal del corazón…
–Nunca me imaginé que le iba a dar un infarto, tienes que creerme.
–¡Eres un hijo de puta! –estalló María.
–Cálmate, cari, cálmate… Que todavía hay más.
–No me jodas, Andrés. ¿Qué puede haber peor que eso?
–¿Te acuerdas de que tu hermana se suicidó pegándose un tiro en la cabeza?

Capítulo 3: El exhibicionista.
Javier salió en pelotas a pasear por la calle. Siempre le había gustado escandalizar a los demás, aunque nunca había hecho algo así. Caminó con parsimonia mirando a su alrededor y sonriendo cada vez que algún viandante se alarmaba al verlo de aquella manera. Que se jodan, pensaba. Putos mojigatos. Dios, con lo fresquito que se está así, recalcó mientras una suave brisa le acariciaba el miembro viril y los testículos.
Era relativamente pronto, las diez y media de la mañana, y la ciudad todavía estaba dividida entre los que conocían la noticia del fin del mundo y los que no. Y esto se notaba en las calles. Se podía ver a la gente desesperada. Asaltando tiendas de ropa para llevarse mantas y abrigos. Y saqueando supermercados. Y en medio de todo aquel caos, también estaban los que todavía no conocían su trágico final y no entendían nada de lo que pasaba. Y con estos Javier se divirtió como un niño. Se dedicó a perturbarlos mostrándoles el ano y a engancharse en sus piernas agitando la cintura como si fuera un perro en celo.

Después de llevar una hora y cuarenta minutos caminando y exhibiéndose, se sentía cansado y le entró hambre. Aprovechó que pasaba por delante de un bar para echarle un vistazo adentro. Comprobó que estaba vacío y entró. Bueno, barra libre, pensó mientras se frotaba las manos contento. Se sirvió todo lo que pudo y se sentó en una mesa a comer tranquilo.
Mientras engullía el almuerzo, repasó mentalmente las dos últimas horas. Nunca había sido tan feliz.
Desde donde estaba, se podía ver la calle. El espectáculo que se apreciaba era patético: gente gritando y corriendo de un lado para el otro, algunos peleándose a puño cerrado, otros abrazándose y llorando…, había hasta un coche empotrado contra una farola.
–Me parece que ya no voy a escandalizar a nadie –se dijo a sí mismo–. Están todos como locos. Nadie se va a fijar en mí. A no ser que…
Sonrió maliciosamente, se levantó de la silla y se dirigió hacia la cafetera. Se hizo un café bien cargado. Pero antes de bebérselo, buscó algunas monedas en la caja registradora. Fue hasta la máquina de tabaco y se compró un paquete de rubio y un mechero. Esto nunca falla, pensó mientras se encendía un cigarrillo. Y mientras se lo fumaba tranquilo, se fue bebiendo el café.
No pasaron ni dos minutos cuando empezó a notar los primeros retortijones.
–Bufff… Ya viene, ya viene –y diciendo esto, salió del bar y se fue directo al primer árbol que encontró.

Capítulo 4: La venganza.
–¿Se acuerda de que ayer me despidió? ¿De que me echó a la calle como a una perra? –preguntó iracunda Andrea.
–Oiga, ¡usted ya no tiene derecho a estar aquí! –contestó asustado su exjefe–. ¡Márchese ahora mismo o llamo a la policía! –la amenazó.
Andrea sonrió con la cabeza ladeada. Su cara, desencajada, reflejaba el cansancio de quien no ha dormido en toda la noche. Primero habían sido la angustia y los nervios por haber perdido el trabajo los que no la dejaron conciliar el sueño. Luego fue la rabia y la indignación lo que la mantuvo desvelada. Hasta llegar la mañana siguiente, en la que se enteró de que todos iban a morir en veinticuatro horas. Entonces fue cuando lo tuvo claro. Sabía exactamente lo que debía hacer.
–Nunca he creído en la justicia divina, ¿sabe? –continuó diciendo Andrea.
–¿Qué? ¿De qué me está hablando?
–Yo no creo en que exista un Dios todopoderoso que se encargará de darle a cada uno lo que se merece en la otra vida. Yo creo que la gente debe pagar en la tierra todo el mal que ha hecho.
–¿Pero de qué habla, maldita loca? ¡Márchese ahora mismo!
–Me he dejado el culo en este trabajo a cambio de un sueldo de mierda. He hecho horas extras que nadie me ha pagado. He aguantado burlas e insultos. ¿O acaso se pensaba que no sabía que cada vez que me daba la vuelta se reían de mi sobrepeso? Me ha maltratado psicológicamente, hijo de la gran puta. ¿Y todo para qué? Para despedirme.
Andrea avanzó lentamente hacia su exjefe arrastrando los pies.
–¡Lárguese de aquí, vamos! –chilló aterrado su exjefe mientras se hundía en su sillón de cuero.
Pero ella no lo escuchaba. Tenía la vista fija en el abrecartas de plata que siempre había encima de su mesa. Cuando él se dio cuenta, quiso incorporarse para cogerlo, pero Andrea fue más rápida. Con un veloz movimiento, empuñó el plateado cuchillo y se lo clavó en la garganta. La cara de su exjefe reflejaba la agonía de quien sabe que todo está perdido. La sangre le corrió por la tráquea, ahogando su grito de dolor. Andrea le arrancó el abrecartas con furia, desgarrándole parte del cuello y haciendo mayor la herida.
Su exjefe cayó de rodillas al suelo, apretándose el cuello desesperadamente.
Ella lo miró con superioridad. Casi con pena. Aquella figura intocable que durante años la había aterrorizado, ahora no era más que un despojo. Un miserable hombrecillo que, a sus pies, suplicaba clemencia por su vida.
Sin pensárselo dos veces, le estiró de los pelos para levantarle la cabeza y le hundió el punzante metal repetidas veces por toda la cara: en los ojos, en los pómulos, en la nariz, en la boca…

Capítulo 5: El error.
–Buenos días –comenzó diciendo la voz televisiva–, mi nombre es Alfredo Sánchez y a partir de hoy seré el nuevo presentador de las noticias de este canal.
Ya había pasado un día entero desde que se dijo que el sol se apagaría. Veinticuatro horas fatales en las que la ciudad, el país y el mundo entero se habían convertido en un caos total. Y cuando la gélida aniquilación de la raza humana parecía inminente, volvió a amanecer como si tal cosa.
–La Organización Mundial de Astrólogos y Científicos se ha disculpado públicamente hace pocos minutos por el terrible error que han cometido en sus cálculos matemáticos –continuó diciendo–. Aseguran que el astro rey no dejará de darnos luz y calor al menos durante los próximos cinco mil años –y con una sonrisa maliciosa, añadió–: Así que parece que podremos retomar nuestras vidas justo donde las dejamos. ¿No es una noticia excelente?


Safe Creative #1001275392790

jueves, 11 de marzo de 2010

EL DÍA QUE SE APAGÓ EL SOL. Por Joan Tort.

Todo el mundo recuerda qué andaba haciendo el día que se apagó el sol. Mis amigas me explicaron que se encontraban acabando un examen en la facultad cuando de repente se hizo de noche y en el aula tuvieron que encender las luces. Un profesor de la escuela me contó que estaba tirado en la arena de la playa cuando dejó de notar el calor en la piel, al principio pensó que era una nube pero al abrir los ojos descubrió que el cielo estaba negro y se veían las estrellas. Mi papá me aseguró que volvía del trabajo en coche cuando cayó la oscuridad sobre la carretera, tuvo que activar los faros para continuar conduciendo. Yo por más que lo intento no soy capaz de recordar lo que estaba haciendo ese día, ni siquiera fui consciente de lo que estaba pasando. A mí en realidad no me ha afectado mucho. No puede decirse lo mismo de mi vecina , me expliaron que la pobre se pasó tres días mirando el cielo en la calle hasta que los loqueros vinieron a buscarla. Ahora hace ya un año desde que se nos fundió el sol y si me preguntáis os diré que es una tragedia pero que tampoco es para tanto, pero bueno yo soy ciega desde que nací, así que tampoco me hagáis mucho caso.
Aunque para ser del todo sincera, sí que he notado algún cambio este año. Por ejemplo, en casa hace mucho más frío. Las dos plantas parecen los estantes de un frigorífico. Y mi casa es enorme, casi un palacete , creo que es una casa demasiado grande sólo para dos personas, pero mi papá no me escucha.
―Cariño, ¿Preferirías vivir en una caja de cerillas?― Es lo que me dice cuando le comento que ya no quiero vivir allí.
―No necesitamos dos plantas sólo para nosotros, incluso cuando mamá vivía aquí me parecía demasiado grande― Intento convencerle, pero sin éxito.
Otro problemilla son los cortes de luz que cada vez son más frecuentes, al principio nos quedábamos sin energía sólo por las noches, últimamente apenas tenemos suministro dos días a la semana. Algunos afortunados disponen de generadores de gasolina. Pero nosotros nunca fuimos afortunados.
Cuando todo esto empezó los dos solíamos sentarnos delante del televisor a escuchar las noticias para enterarnos de lo que estaba pasando.
“Por el momento no podemos dar una explicación al suceso, los astrónomos afirman que nuestra estrella debía tener helio suficiente para alumbrarnos durante cinco mil millones de años...”
―Deberíamos linchar a esa panda de inútiles―Decía mi papá.
―No creo que eso solucione nada― Contestaba yo para calmarle.
―Ya lo sé cariño perdóname, es sólo que papá se pone nervioso al escuchar tantas tonterías por la tele― Me decía poniéndome una mano en la pierna.
Yo ya no contestaba nada.
―Suerte que papá aún tiene a su cariñito― Insistía deslizando la mano un poco más abajo.
Entonces era cuando yo intentaba a pensar en la imagen de mamá, la veía sonriéndome cómo cuando aún seguía viva y esa calidez me envolvía cuando mi papá me desnudaba y me echaba contra el sofá helado.
Pero bueno, entre nosotros, los apagones no eran algo que me molestase realmente, de hecho cómo se puede comprender la luz no es algo que nunca me haya preocupado. Conozco las dos plantas de mi enorme casa de memoria: sé donde están las puertas, el numero de peldaños de las tres escaleras que comunican una planta con la otra, incluso puedo enumerar la cantidad de pasos que llevan desde mi cuarto hasta el de mis padres, son dieciocho hasta la puerta. Una puerta que a veces me entretengo en acariciar pero que nunca he tenido el valor suficiente para atravesar.
Mi papá sin embargo tiene otra opinión de los apagones.
―Cariño, no puede ser que la corten otra vez, ¿Es que no queda nadie trabajando?― Dice cuando las luces nos dejan en la más completa oscuridad.
―No pasa nada papá―Le digo.
―¿Que no pasa? Claro que pasa cariño no veo nada, no hay luces en la calle, no hay luces aquí dentro, no nos quedan velas desde hace meses...―Me dice preocupado― Cielo si alguna vez nos quedásemos para siempre a oscuras, creo que me moriría―
―Tranquilo papá te entiendo― Le digo de corazón.
No tuve más remedio que enseñarle mi pequeño truco. Le expliqué que del sofá del comedor hasta la cocina habían veintiun pasos, que si quería ir al lavabo debía caminar dieciséis pasos más desde la mesa de la cocina sin despegarse de la pared, también tuve que explicarle que desde el mueble del hall tenía que contar treinta pasos hasta la escalera principal.
Esto le ayudó mucho cuando se quedaba en penumbras, a veces se equivocaba, no se la da tan bien como a mí puesto que no tiene mi práctica. Cuando se desorientaba me pedía que le silbase desde la distancia. Yo entonaba una canción de cuna que me enseñó mi mamá cuando era pequeña. Al encontrarme abría lentamente la puerta de mi habitación y yo dejaba de silbar. Porque ya no había nada dulce en eso. No le hacía falta contar el número de pasos para llegar hasta mi cama, supongo que le bastaría mi olor. Se colaba bajo mis sábanas y me susurraba al oído:
―Papá está muy solo, y en esta casa hace mucho frío― Me decía mientras me acariciaba.
Yo volvía a pensar en mi madre, pero a veces no funcionaba.
―Mamá abandonó a papá y ahora cariño tú tienes que cuidarle, ¿Verdad que lo harás?― Continuaba susurrando mientras me amasaba los pechos.
En esos momentos se me escapaban unas lágrimas, pero no porque mi papá me estuviera violando sino porque me estaba mintiendo.

Cuando ya se había aliviado volvía a tientas hasta su habitación que era la de al lado de la mía. A los cinco minutos sus ronquidos se colaban sonoramente a través de la fina pared de ladrillo hasta mis oídos. Yo me pasaba toda la noche en vela.
Ya llevamos así mucho tiempo, un año. Ahora mi papá no va a trabajar casi nunca y en general las cosas sólo van a peor. Hace unas semanas escuchamos por la radio, antes de que dejara de emitir, que mucha gente había muerto de frío y hambre, después el locutor se pasó una hora rezando. Lo curioso es que continuamos escuchándole hasta que terminó. Hoy mi papá está especialmente preocupado, le ha llegado el rumor de que no van a volver a restablecer la luz. Una amigo de un amigo de un amigo le ha dicho que la subestación de nuestro barrio está totalmente congelada y que no puede arreglarse. Me parece que éste es el momento propicio.
Subo las escaleras con cuidado y me enfrento a la puerta. Tiene el tacto rugoso, perfilo las líneas del dibujo en la madera con mis yemas hasta llegar al pomo helado, entro y aspiro fuerte. Hay algo en la habitación de mis padres que me recuerda a mi mamá, algo que huele a ella, que me abraza y me rodea, me asegura que estoy haciendo lo correcto. Así que empiezo.
―Papá, Papá― Le grito desde arriba. Y empiezo a silbar con suavidad esperando que entienda el mensaje.
Escucho sus pasos renqueantes subiendo la escalera, ésta cruje delatándole hasta que se queda en silencio. Ahora debe estar a tan sólo unos segundos. Escucho girar el pomo de la puerta que se doblega permitiéndole el paso. Huelo su lujuria y escucho la sangre bombeándole en el pene, en su sucia polla que quiere restregar contra mí. Sus brazos viscosos rodean mi cintura y se detienen en mi culo apretándolo.
―Cariñito ¿Tienes ganas de jugar con papá?― Me dice proyectándome su aliento fétido en la cara.
―No papá, esto no es ningún juego― Le digo mientras le clavo un cuchillo de cocina en la pierna.
Mi padre cae al suelo herido y grita de dolor como un cochino. Como un cerdo.
―¿Qué has hecho puta, te has vuelto loca?― Me grita golpeando el aire para intentar alcanzarme.
―Esto es por lo que le hiciste a mamá― Le digo, moviéndome para que no pueda encontrarme.
Oigo cómo se desplaza cojeando hasta donde sintió mi voz y oigo también como sus puños atraviesan el aire sin dar en su objetivo.
―Cariño, tu mamá nos abandonó cuando tenías diez años,nos dejó en la estacada y se largó de casa ¿Por qué tratas así a tu papaíto?―Me dice ahora con voz melosa.
―¡Mientes!Tú mataste a mamá, la asfixiaste contra la pared, lo escuché todo― Le digo cuando ya estoy saliendo lentamente de la habitación.
Comienzo a andar en dirección a la puerta principal, bajo las escaleras como un gato en medio de la noche y continuo avanzando con sigilo. Cuando estoy a punto de salir de aquella casa escucho los pasos irregulares de mi papá, es un zombi errante vagando por la planta superior.

― ¡Tu madre era una zorra, las dos sois igual de estrechas!― Me grita a la distancia.―¡Cuando te encuentre te asfixiaré a ti también!―
Pero papá no sabe que eso es improbable. Puede que imposible. Antes de marchar me he asegurado de mover el sofá del comedor, de desplazar la mesa de la cocina, cuando busque la figura de mármol sólo encontrará una baldosa vacía. Ahora mi papá es un ciego cojo en una casa enorme. Una casa sin referencias, un laberinto negro.
Cierro la puerta sigilosamente y salgo a la calle. El frío me corta las mejillas y me espabila la cabeza. Parece que ahora ya puedo recordar ¿ Qué estaba haciendo el día que se apagó el sol? Ese día estaba jugando en mi habitación y escuché discutir a mis padres. Ese día los dedos de mi papá se aferraron a la garganta de una persona segando su vida. Ese día la sonrisa de mi mamá se apagó para siempre.

Joan Tort


Safe Creative #1003165762072
 
Copyright 2009 TEMAS